Mi mente quiere el impulso de más sangre
por la sangre derramada.
Mi corazón cierra la válvula y tapona la corriente
para sólo dejar pasar un fino y suave hilo
que empuja y alimenta el escudo de una resistencia
que planta cara a la violencia
y aguanta ante la sinrazón otra vez apuñalada.
Cauce desbordado que a mi espalda
busca arrancar el fruto de mi calma,
tronchar el tallo de mi alma,
segar la raíz de mi futuro que está en la vida
que quedará cuando me vaya.
Ahogo el sufrimiento de todos los días,
incluido el treinta de enero,
arrastrando a la orilla
la fuerza de una cadena refundida
con trozos de felicidad medida,
urdida, encontrada y abrazada.
Mientras construimos el cambio de nuestros días,
del mundo y de todas las vidas,
cuando a la injusticia diaria
se suman millones de tragedias víricas,
se hace más difícil mantenerse a salvo.
Y a pesar de todo, desde la ribera,
salvados del riesgo permanente,
la inquietud eterna me asfixia con sus manos.
Vivir no es fácil con los ojos lanzados,
con la escucha atrofiada de sospechas
y el sentimiento seriamente tocado.
Pero el confort de unas manos que te tocan con afecto,
la sensibilidad de otras palabras solidarias
y la inquietud deseosa de nuevas miradas,
abren una puerta a la esperanza
sobre el muro de la calle pintada
para cubrir la herida de quien nace
dentro y fuera de nuestro mundo privilegiado,
cuya agonía es imposible imaginar.
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